Una de las pocas certezas de esta vida es que moriremos. Inevitablemente y a pesar de todo, nuestros cuerpos se dirigen día con día hacia la muerte. Somos conscientes hasta cierto punto de nuestra finitud.
En algunas culturas la muerte está más presente que en otras. No sólo por la violencia que se nos presenta en las noticias. Pero las muertes son más que una estadística, cada número corresponde a un nombre y a una historia.

Foto: Steffen Kadow
La tradición cristiana –en todo el mundo- recuerda a los difuntos el 2 de noviembre; en México se celebra como en ningún otro lugar el Día de muertos e incluso en el pequeño pueblo de Toraja en Indonesia tienen una concepción de la muerte muy particular. Cada año, en agosto, exhuman los cuerpos momificados, les cambian las vestiduras y se fotografían con ellos. Este ritual –Ma`Nene– es llamado “cuidar a los antepasados”. Para ellos la muerte es un proceso largo; cuando alguien muere no se entierra inmediatamente, sino que se coloca un poco de formol al cadáver y permanece el tiempo que la familia decida –a veces casi un año- como un habitante más de la casa y como si solamente estuviera descansando, los visitantes, le llevan comida y cigarrillos. Una vez que están listos para realizar los funerales, sacrifican un gran número de cerdos y búfalos para que el difunto pueda llegar al más allá.
En algunos sitios es más fácil ser consciente de que la vida es efímera. Sin obsesionarnos con los aspectos tétricos de la muerte, podemos reflexionar y meditar sobre un suceso al que nos enfrentamos cada día en nuestra propia carne y con aquellos que nos rodean. La meditatio mortis no tiene desperdicio, nos prepara para afrontar la muerte.
Sin embargo, desde hace algunos años vivimos como si la muerte no existiera. El “comamos y bebamos que mañana moriremos” (Is. 22:13) ha devenido en un hedonismo desbordado que rinde culto al cuerpo y la personalidad. Hay que matizar: no a todo cuerpo, sino a aquellos cuerpos fuertes, sanos, jóvenes y bellos. De pronto ya no es gozar porque mañana moriremos, sino que eliminamos la última parte, jugando a ser inmortales.
El fenómeno de ocultar la muerte lo observamos cotidianamente: en los empaques de huevo, leche y carne nos presentan animales en prados, sin sufrimiento y –por qué no- alegres, pretendiendo encubrir con una etiqueta el hecho de que en el contenedor de plástico yace un cadáver al que le inyectaron antibióticos y que no sólo padeció una muerte (sino también una corta vida) masificada, que ha sido procesado hasta perder su forma original. Consumimos alimentos procesados y amorfos y pensamos que no hay nada más sencillo que comprar un congelado. Mientras que nuestras abuelas despellejaban un pollo, nosotros abrimos una caja de plástico con nuggets y sólo sabemos que es pollo por la etiqueta.

Foto: AF

Foto: AF
Paradójicamente vivimos en la era del plástico: todo se desecha y se descarta fácilmente. Aquello que causa dolor, que no es bello y no produce placer instantáneo es mejor tirarlo. La muerte nos resulta insoportable, no queremos verla y tampoco al sufrimiento. Cerramos los ojos ante lo evidente: nuestra fragilidad y temporalidad. Ocultamos lo que no queremos ver deslizando el dedo en una pantalla. Como si en la vida todo fuera un cuerpo joven y bello, ignorando la realidad de la decadencia.
Y es que la muerte es tan insoportable que queremos darle cierta liviandad y ocultamos el dolor con un poco de humor en el café llorón –funeral- mientras buscamos darle un sentido y finalidad.
No basta la negación de la muerte para vencerla, si acaso fuera posible vencer lo invencible. Existe una industria millonaria que lucra con la pérdida y se adapta a todo presupuesto: el negocio de las funerarias, ataúdes personalizados, urnas, lápidas, mausoleos, nichos, velas, flores, embalsamamiento, inhumación o cremación. Una industria que innova y negocia no sólo con la muerte sino también con nuevas ideas de preservación. Con el ánimo de lograr lo imposible, para distraernos aún más de la muerte y por ridículo que parezca, la industria de la muerte, nos brinda nuevas alternativas. Como si no fuera suficiente despedirnos ante un féretro del cuerpo de nuestro ser querido -que luce como un durmiente irreal bien arreglado- en su última aparición pública.
Como si con morir no fuera suficiente, se intenta añadir una finalidad, pero no pasa de lo corporal, y que afirma de cierta manera que hay que sacar provecho absoluto de nuestra materialidad. No solo de nuestro bolsillo –a fin de cuentas lo que acumulemos aquí se queda- sino también de nuestro cuerpo. La industria de la muerte nos sugiere opciones que van de lo convencional a lo extravagante. Aparentemente ser enterrado o incinerado ya pasó de moda. Del nicho en una cripta o una lápida en el camposanto predilecto pasamos a la opción eco-friendly donde nuestro cuerpo se abrirá paso en una maceta para convertirse en un árbol o colocar hongos específicos que faciliten la descomposición del cuerpo y evite que toxinas contaminen la tierra.

Collage: Mariana Barry
También existen opciones para los amantes de las joyas ¿por qué no aprovechar al abuelo y convertirlo en un diamante so pretexto de cargarlo siempre contigo? Otra extravagancia sería enviar el cuerpo al espacio, porque no hay suficientes satélites obsoletos gravitando por ahí. Incluso si tienes el dinero suficiente podrías pagar por la promesa de inmortalidad. No me refiero a la piedra filosofal o a la salvación del alma, sino a la criogenización: la última esperanza para aferrarse a la vida.
La vejez, las enfermedades, los accidentes y un sin fin de sucesos pueden quitarnos la vida. ¿Qué pasaría si nos prometen, sin decir cuándo y sin garantizar que así ocurra, que podemos volver a vivir? Un grupo de médicos llegaría a tiempo –una vez que muriéramos- para congelar nuestra sangre y órganos con la esperanza de que cuando descubran una cura para nuestra enfermedad –o vejez- nos despertarán del frío sueño de la muerte para curarnos. En ocasiones sólo se preservará la cabeza, un poco menos costoso, que eventualmente será colocada quizá en un cuerpo robótico, aumentando la vida hasta que los engranajes se desgasten y sean reemplazados. Claro está que no hay garantías, hasta la fecha nadie ha sido descongelado y aunque lo hubiera sido ¿el cuerpo sería la misma persona? ¿Los recuerdos y personalidad que configuran a una persona específica se mantienen orgánicamente? A pesar de los muchos interrogantes éticos, prácticos y fácticos la criogenización no es ciencia ficción.
¿Acaso funcionan estas argucias para evitar la muerte? La muerte sigue ahí, pero buscamos engañarnos con una falsa vida y finalidad puramente materialista. “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?” (1 Cor. 15: 55) Ciertamente no en las promesas e intentos de alargar la vida. La industria de la muerte nos ha hecho olvidar el sentido de la muerte y ocultar su crudeza con baratijas brillantes.
No debemos ocultar la muerte como si se tratara de algo antinatural, es tiempo de eliminar los distractores de la muerte verdadera y replantearnos el verdadero significado de la ausencia, el sufrimiento y la muerte. Hemos cerrado los ojos demasiado tiempo, es necesario volver a tomar consciencia de nuestra fragilidad y que no merece la pena intentar borrar el paso del tiempo en nuestras vidas. Ser conscientes de nuestra temporalidad nos permite reconciliarnos con nuestra propia existencia y prepararnos para la muerte; para afrontarla con esperanza. No hay vuelta atrás, moriremos y hay que aceptarlo, las naves están quemadas.
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