Ya estábamos hartos. Todos los recreos eran lo mismo con Octavio. Sus zancadas de mamut sacudían todo el polvo del patio mientras pedía a cada miembro del grupo un arancel de bocadillos para saciar su hambre prehistórica. Si vieran lo flaquito que me había puesto por no comer bien, porque a mí era el que me quitaba todo el sandwich de huevo con longaniza que con tanto amor me preparaba mi mami. Pero ya no lo iba a permitir, tenía un plan. Me acabé a bocaditos mi sandwich durante las clases y sólo dejé uno especial que había preparado con todas las salsas habidas y por haber que me encontré en mi casa.
Llegó la hora. El mastodonte caminaba por la llanura. Yo no esperé mucho. Valientemente, lo intercepté y le ofrecí mi comida. Él me la arrebató de un golpe y se la metió toda en su boca de rana. Sus ojos casi se le salían. Escupió mi trampa y se fue corriendo a los baños a quitarse el picor con un buche. Todos reíamos. Sin embargo, el júbilo duró poco. La bestia trotaba fúrica desde lo lejos con las carnes zangoloteándole por todo el cuerpo. No lo pensé dos veces y me eché a correr. Corrí y corrí sin mirar atrás. Creo que le di como ocho vueltas a la escuela. De pronto, choqué y caí al suelo. Me levanté rápido y miré con asombro que había colisionado con el mismísimo Octavio, quien sólo había podido arrastrar su humanidad durante medio pasillo antes de desfallecer en el piso ¿Por qué nunca lo pensamos?
A partir de ese día, nunca más volvió a quitarnos la comida, sólo teníamos que correr tres cuartos de pasillo, y él se quedaría tirado todo el resto del recreo. Tuvimos un final feliz. Lo malo es que nuestra estrategia tenía un límite. Cuando nuestro amigo se vuelva más rápido gracias a la dieta y el ejercicio al que lo sometimos, necesitaremos otro plan.
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