Por Irene Hernández Oñate
Quiero compartir algo que atestigüé hace unas semanas. Estábamos mi esposo y yo un domingo en un restaurante de tacos en el sur de la ciudad. Entonces, un niño de aproximadamente diez años llegó a sentarse a una de las bancas que dicho restaurante tiene en el exterior del local. El niño era familiar de uno de los acomodadores de autos del restaurante. Sacó un celular y miraba su contenido con mucha atención.
Pasados unos minutos, su familiar le acercó alimentos en un plato, los cuales ni aceptó ni rechazó; el plato quedó simplemente a su lado. Transcurridos unos minutos, me llamó la atención que el niño acomodó la chamarra que vestía sobre su cabeza para tapar lo que observaba en su celular, y mi natural curiosidad de madre con “ojos de tiempo completo” hizo que me esforzara por ver lo que el niño observaba y que le provocaba tal vergüenza.

Lo que yo alcancé a ver fue una escena de varias mujeres atractivas alrededor de una alberca, algunas de ellas en minúsculos bikinis y otras “topless”. En ese momento, lo que atiné a compartir con mi esposo es que daba gracias a Dios de que nuestras hijas son una generación que tuvo un contacto relativamente tardío con celulares y tablets, es decir, hasta la secundaria; aunque su cantaleta durante los dos últimos años de su primaria fue que eran las únicas niñas de su salón de clases que no tenían ni celular ni Nintendo.
En su discurso a los participantes en un congreso sobre “La dignidad del menor en el mundo digital” del 6 de octubre de 2017, el Papa Francisco señala que “vivimos en un mundo nuevo, que cuando éramos jóvenes ni siquiera podíamos imaginar y lo definimos con dos palabras sencillas: <<mundo digital – digital world>>; que en unas pocas décadas ha transformado nuestro ambiente de vida y nuestra forma de comunicarnos y de vivir, y está transformando en cierto sentido nuestro propio modo de pensar y de ser”.
El Papa hace hincapié en que “la red tiene su lado oscuro y regiones oscuras (la dark net) donde el mal consigue actuar y expandirse de manera siempre nueva y cada vez con más eficacia, extensión y capilaridad. La antigua difusión de la pornografía a través de medios impresos era un fenómeno de pequeñas dimensiones comparado con lo que sucede hoy día a través de la red”. Esto sólo para poner un ejemplo relacionado con la anécdota que compartí en párrafos anteriores.

Después de observar en diferentes tipos de restaurantes a tantas familias jóvenes que comen en “santa paz” gracias a que cada uno de sus vástagos está atento a su propio dispositivo digital, me queda claro que los niños pegados a una pantalla no generan ni pensamiento ni lenguaje. ¡Buena suerte con el desarrollo de la lecto-escritura de estos pequeñines a los que yo llamo, con tristeza y preocupación, futuros “autistas digitales”!
Su Santidad también menciona que “los avances en la neurobiología, la psicología, la psiquiatría nos llevan a destacar el profundo impacto que las imágenes violentas y sexuales tienen en las dúctiles mentes de los niños; a reconocer los trastornos psicológicos que se manifiestan en el crecimiento, las situaciones y comportamientos adictivos, de auténtica esclavitud resultantes del abuso en el consumo de imágenes provocativas o violentas. Son trastornos que repercutirán fuertemente durante toda la vida de los niños actuales.” Siendo esto así, pregunto: ¿qué cuentas entregaremos a nuestro Creador respecto de la pureza del corazón de estos niños?
En lo personal, considero que no son suficientes los filtros construidos a base de algoritmos. Se necesitan padres que limiten el tiempo de estos dispositivos y sus contenidos, pero sobre todo, padres que batan de harina la cocina con sus pequeños, ensucien la casa con crayones, manchen la ropa con pintura dactilar, que se desquicien con la infinita repetición de rimas infantiles y las canciones de Cri Crí; que en los restaurantes se cansen de recoger juguetes y se sonrojen del batidillo y de las ocurrencias de sus hijos entre otras muchas posibilidades.
Padres en el hoy de la infancia de sus hijos y no sólo proveedores de status socioeconómico.
Tiene toda la razón Señora Irene. Justo eso es lo que hace falta: padres y madres que se ensucien con sus hijos y se desquicien oyendo canciones de Cri-Cri; que se ensucien y cansen en labores domésticas compartidas. Solo así nace la intimidad y de la intimidad el amor, que es la mejor protección contra cualquier peligro.