Portada del poemario “Un faro en lontananza” de Pedro Peón Espejo.
ROMANCE MARINO México, septiembre 2018.
I
“¡Todo el mundo se halla abordo! ¡Soltad los cabos y amarras!” Desde su puente de mando el viejo almirante exclama puesta una mano en la rueda del timón y otra en la espada (que en muestra de lujo ostenta empuñadura de plata). Obedecióse la orden y así la grácil fragata levando el ancla de hierro del muelle de Sisal zarpa. La brisa sopla con fuerza. Del puerto distancia ganan y mientras que de él se alejan, hinchadas las velas blancas, un viejo marino, absorto, a Dios en oración llama, lleno de recogimiento, con las siguientes palabras: “Danos, Señor, te lo pido, tu providencial bonanza y que en esta travesía hallemos la mar en calma. Si nos lo concedes, Padre, en prenda por tantas gracias, con júbilo entonaremos por los siglos tu alabanza”. El navío va surcando las impertérritas aguas que translúcidas reflejan los tonos de la esmeralda y bajo el bauprés de proa que sobre las ondas se alza las aguas al dividirse, mientras el navío avanza, forman aérea espuma que aunque efímera contrasta contra el pardo y rudo casco por su apariencia tan blanca. Al cabo de un par de horas de haber levado las anclas a la costa ya del barco un par de leguas separan. Las dunas y los palmares de hojas casi doradas, antes de nítidas formas, se borran en lontananza al igual que los tejados, el faro, el fuerte y las casas. Todo pierde lentamente, a causa de la distancia, tamaño, forma y colores y se reduce a la nada. Así la orilla se pierde y dejan atrás la playa y las tierras yucatecas, ¡tierras por Dios olvidadas! internándose en el reino de las caprichosas aguas. Sujetos a este elemento de voluntad tan extraña, rezan porque haya buen tiempo poniendo en Dios la esperanza.
II
El barco hiende a buen paso la superficie azulada que en breve tiempo se vuelve la copia tornasolada del cielo donde el ocaso impone todas sus galas. Los pasajeros contemplan al sol en la balaustrada de la primera cubierta y todos, ante la magia, de semejante espectáculo, se conmueven en el alma y dan gracias por la vida, y dan gracias por la sabia Providencia que los guía, los protege y los ampara. Pero mientras todos gozan admirando el cielo, el agua, vuelta la cara a la proa, en soledad llora Paula. Llora porque está muy sola, llora porque le hace falta la persona que antes era todo cuanto le importaba. Intenta mudar el ánimo, lo intenta, pero fracasa: tal fuerza tiene el recuerdo que de él guarda en el alma que tan sólo al evocarlo se deshace en mar de lágrimas. Lamenta no haber podido huir de la paternal casa cuando aún era el momento, antes de que sospecharan. Lamenta no haberle dicho lo que el alma le dictaba, lo que ella por él sentía y ¡cuánto los dos se amaban! Lamenta haber sido débil, lamenta haber sido ingrata. Ahora quiere mas no puede, ya es muy tarde: el barco avanza. Y cuando los años pasen, se pregunta la muchacha, ¿sobrevivirá el recuerdo de aquel hombre que la amaba? ¿De aquel valiente guerrero de la armadura dorada? ¿A don Alfonso de Ojeda guardará en su remembranza? Y mientras en esto piensa de ella misma avergonzada, ve que su padre se acerca: viene a intentar consolarla. Y así dice: “Hija mía, ¿por qué lloras con tal saña? ¿Qué no ves que finalmente nos vamos de vuelta a España? Fue lo que siempre quisiste: retornar a las montañas y a los prados siempre verdes de nuestra tierra, Cantabria. Esta ocasión fui llamado a la corte del monarca, donde los grandes del reino han menester de mi amplia experiencia y recto juicio que he ejercido con constancia en esta tierra paupérrima, por dos décadas tan largas. Ya verás que no hay pesares tan tremendos, ¡todo pasa! Verás que cuando arribemos mañana a la vieja Habana volverá a ti el entusiasmo, y la sonrisa a la cara. En la isla un par de días y luego ¡a la Madre Patria! ¡Con cuánto dicha te esperan tus primas Teresa y Ana! Anda, mi Paula querida, alégrate y la faz cambia.” Fue del padre un noble intento querer que con sus palabras Paula tornara sus cuitas en gozo y en esperanza. Una vez hubo pasado la hora tardía que marca la prudencia y el decoro el descenso de las damas al descanso de la noche, quiso permanecer Paula, escondida en el castillo que se yergue con audacia en la proa del navío, para aguardar a las claras, trémulas, suaves y tenues luces que el alba derrama cuando asoma en el Oriente y un nuevo día proclama. El manto nocturno cubre por completo el panorama: no se ven astros ni luna pero la mar está en calma. En la obscuridad serena (ya nadie más la acompaña) Paula le dice a la noche lo que piensa, y así habla: “Cómo le pude haber dicho, cómo le pude, insensata, decir que ya era muy tarde, que su estrategia era vana, que a don Santiago, mi padre, no se le olvida una cara y que al verlo él sabría que algo detrás ocultaba. Apenas se conocían, se habrán visto, cosa rara, una vez en algún lado, él nunca venía a la casa: las noches que lo veía ¡era yo quien me escapaba! Cuánta razón él tenía: dudo que lo recordara. Cómo me atreví a decirle que nuestra relación estaba destinada a la tragedia, en su origen, condenada, que mis padres no podrían aprobar tremendo drama: él, caballero criollo y yo, noble castellana. Y cómo pude decirle que ya no más lo intentara, que era una causa perdida, que inútil era la farsa. Alfonso, cuánto lo siento, perdona mi desconfianza la tibieza en mi carácter, y mis dudas, que eran vanas. Alfonso, soy toda tuya, mi vida no vale nada.” Poco a poco la doncella cae, rendida, agotada, del castillo de la proa sobre las rígidas tablas…
III
Contra el negro de la noche, allá a lo lejos, contrasta un refulgente destello: son relámpagos que estallan. La superficie del piélago otrora tan serenada, tórnase a causa del viento en salvaje marejada. El destino, inevitable, dirige a aquella fragata, con catastrófico rumbo a la feroz turbonada. ¡Desvarío en la cubierta! ¡Agua, viento, viento y agua! La madera gime, cruje. Retumban las campanadas. El casco gira con fuerza. Las olas alebrestadas. Cae un rayo fulminante. El mástil se resquebraja. Y, de repente, el velero, se pierde entre furia tanta. El bajel mucho semeja a una miserable cáscara, sujeta a los elementos, inerme ante las malvadas intenciones de su sino, del que ningún ser escapa. Choca contra un arrecife, de corales como dagas, sobre cuya superficie la vieja fragata encalla. Ya sin más poder moverse, al compás de la borrasca, los elementos furiosos contra la nave se ensañan. La estrellan con su fiereza contra la rocosa franja, y al cabo de un poco tiempo sin piedad la descalabran. Se hunden pesadamente los cañones y las anclas, los maderos y cadenas, los mástiles y las blancas velas que todo lo cubren como fúnebre mortaja. Ya la embarcación completa bajo del agua se halla. Sobresale sólo en proa el bauprés, como una lanza, el cual por el travesaño forma una cruz algo abstracta. ¡Con cuánta razón dijiste, Señor, aquellas palabras! Que nadie conoce el día ni la hora señalada.
IV
Movida por las corrientes, sobre un par de viejas tablas, por milagroso designio, a una isla arribó Paula. El cuerpo pálido y débil que sobre ellas descansaba, al llegar donde la costa, cayó en las arenas blancas. El viejo guardián del faro, que del sitio aquel cuidaba, al mirar hacia la orilla y ver la rústica balsa, se dispuso a socorrerla y a tratar de rescatarla. “¡Despierta, mujer, despierta! Mirad que ya a salvo te hayas. No tenéis de que angustiaros que yo aquí te daré casa. Y cuando un barco divise, con la insignia del monarca, juro yo mismo llevaros y entregaros, bella dama, que ellos han de cuidaros, y devolveros a España…” Paula muy lentamente, abre los ojos y exclama: “Buen hombre, yo le suplico, que me acepte en su morada. Será usted como mi padre, no me quejaré de nada, y para usted yo una hija, mas líbreme de ir a España, pues si voy han de casarme con alguien de alta importancia y mi corazón anhela. Al único a quien él ama y a nadie más pertenezco, que yo sin él no soy nada. Déjeme, señor, quedarme, que aquí siempre habrá esperanza: de que venga a rescatarme, y me halle siempre casta aguardándolo hasta el fin.” Y al decirlo se desmaya. El farero, un hombre bueno, conmovióse al escucharla. Adoptóla en esa isla perdida y abandonada y mantuvo su secreto cuando algún barco llegaba. Ella creció y con el tiempo le mostró aprecio y confianza. Los dos en su soledad con fervor se acompañaban.
V
Una tarde, rojo el cielo, Paula por la playa andaba. Pasó por unos maderos que fueran de una fragata y recordó tantas cosas, cosas llenas de nostalgia. Sin más mirar al naufragio, que tantas penas le daba, diose vuelta y apartóse hacia el faro, hacia su casa. ¿Qué pasará cuando encuentre entre esas sogas y anclas, una espada y en su pomo dos iniciales grabadas y a su lado una armadura, una armadura dorada?
El poeta y dramaturgo José Peón Contreras (Mérida 1843 – México 1907) toma esta ocasión la lira para cantarnos sobre la esperanza y los matices polícromos que ésta va adoptando con el paso de las edades en la vida del hombre. Con un romanticismo íntimo a la vez que franco, el bardo nos lleva de la mano por las alegrías y las penas propias de la primera infancia, de la jovial niñez y la bohemia y tumultuosa juventud para acabar en las calmadas y dulces aguas de la vejez.
José Peón Contreras
En sus estrofas, opta por un esquema de tercetos que le confiere dinamismo y agradable cadencia a sus versos endecasílabos, logrando siempre una rigurosa rima consonante y de variada musicalidad, salvo al final de cada parte, donde cierra con originales seguidillas que rompen con la rigidez inicial y le otorgan un toque más informal aunque, no por eso, menos bello.
Recurre a metáforas celestes, florales y marinas, elementos con los que adorna y acentúa sus ideas más profundas, ideas que tan vívidamente reflejan los altibajos del corazón del hombre enamorado, el hombre que se deja entusiasmar por la aventura de la vida y busca sin cesar el rayo de luz de la esperanza.
Para leer el poema La esperanza de José Peón Contreras, click aquí.