Imagen: Benedicto XVI (Europa Press)
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Murió Benedicto XVI. Es una noticia que entristece a muchos. A otros les pasa indiferente. A todos nos toma como novedad, pues es la primera vez, en más de seiscientos años, que un Papa emérito recibe los funerales sin que se convoque a Cónclave. Para muchos, Benedicto XVI pasó con la figura de ser un paladín del conservadurismo católico. Tenía fama de Gran Inquisidor para muchos latinoamericanos.
Yo hablo desde mi experiencia: quisiera decir que fue un gran Papa sin más, como todo fiel. Pero, sobre todo, fue para mi una inspiración profesional. En gran parte le debo al Dr. Ratzinger mi vocación a la academia y al estudio, puesto que fue uno de mis ejemplos a seguir en tres cosas: la confianza en el diálogo entre la fe y la razón, la lectura de los clásicos, y la redacción directa.
Mi primer acercamiento a Ratzinger fue antes de que se convirtiera en Benedicto XVI. Conocí su figura y algunas de sus ideas a través de mi padre. Él leía algunos artículos del cardenal bávaro en la extinta revista 30 Giorni. “Qué gran portento es Ratzinger”, decía mi padre, y desde entonces lo identifiqué como una personalidad importante. De este modo, el día de su elección pontificia lo pude identificar como un escritor, más que como un arzobispo. En aquel tiempo mucha gente de mi edad, que éramos muchachos de secundaria, veía en Benedicto XVI a una figura lejana: demasiado dura, seria e intelectual. A mi me llamaba la atención que el Papa reviviera ornamentos litúrgicos y prendas olvidadas como la muceta de armiño, el camauro, etc.

audiencia 16 de enero 2013.
Nunca pensé que el Dr. Ratzinger fuera a ser para mi un ejemplo profesional, más allá de la pontificia figura de autoridad y paternidad espiritual. Me comencé a identificar con él cuando decidí estudiar filosofía, para mi propia sorpresa (yo quería ser médico, primero). Como yo procedía de una formación más biológica que humanística, consideraba que mi preparación en los grandes autores filosóficos era
deficiente. Por eso trataba de sistematizarlos cuando los estudiaba, más que encontrarme con sus ideas y experimentarlas. Llegué a pensar que el cristianismo era un tipo de filosofía o, más bien, un modo de pensar la realidad, en donde Cristo sería el Logos encarnado dentro del mundo como Razón, más que Dios en el mundo. Yo ya había leído algunas páginas de la encíclica Deus caritas est. Sin embargo, los textos ratzingerianos que más he disfrutado y más me acercaron a comprender mejor el significado del cristianismo fueron Creación y pecado e Introducción al cristianismo. Me los recomendaron profesores como Rocío Mier y Terán o José Antonio Coronel.
Del primer texto me sorprendió la capacidad argumentativa de Ratzinger ante las ciencias duras, así como su nivel hermenéutico de la Sagrada Escritura, expresado en un estilo tan sencillo, claro y consecuente. Ahí comencé a aprender la actitud de diálogo del creyente con las ciencias naturales, en las que, en ese entonces, yo estaba mejor preparado. El segundo texto, la Introducción al cristianismo, fue fundamental para mi formación intelectual y de fe. Me condujo su alta síntesis, así como su magistral uso de las más diversas autoridades y citas. En un sentido
técnico aprendí que el académico debe de usar las citas y autoridades que le favorezcan y ayuden a que la exposición de su texto sea más fluida y asimilable. No es necesario citar a todas las autoridades y a todas las ideas al mismo tiempo.

de J. Ratzinger.
Sobre todo, con esa lectura, encontré que el cristianismo no es una filosofía ni una serie de bellas ideas abstractas, sino la relación con la persona de Cristo, en el aquí y en el ahora, que no es puramente la Razón encarnada, sino que es presencia amorosa de Dios en el mundo que ofrece la plenitud de la felicidad a cada una de las personas humanas. Esto lo aprendí con el extraordinario capítulo de la Introducción al cristianismo titulado “El Dios de la fe y el Dios de los filósofos”, de cuyo estudio agradezco mi primera publicación de un artículo formal sobre el encuentro de las razones divina y humana en la presencia de Cristo en el mundo. De estas lecturas comprendí mejor la colaboración entre fe y razón como disciplinas distintas, pero complementarias al ser partícipes de la naturaleza humana. Tenemos fe en la razón, pero también podemos usar la razón para comprender mejor la fe, decía el Dr. Zagal, siguiendo esta idea.
La erudición del Dr. Ratzinger fue evidente siempre. Citaba a los autores más diversos: desde san Agustín hasta Ives Congar, desde Karl Marx hasta Jacques Monod, sin dejar de mencionar a Aristóteles y a San Buenaventura, en quien era especialista. Cuando me aficioné a leer textos ratzingerianos breves, como algunas de sus homilías o sus alocuciones sobre los Padres de la Iglesia en las audiencias generales, aprendí que un buen académico puede barajar sus ideas entre varios interlocutores. Ahora bien, el ser interlocutor no siempre significa estar de acuerdo en lo mismo, pero sí implica tener capacidad de apertura y contraste para conocer mejor la realidad. En este sentido, Ratzinger siempre habló con los clásicos de muchos tipos: los clásicos griegos: Sócrates, Platón y Aristóteles. Los clásicos Padres de la Iglesia: San Agustín, Los capadocios, San Benito. Los clásicos medievales: Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Santa Hildegarda de Bingen. Los clásicos del Concilio Vaticano II, con quienes trabajó: Ives Congar, Hans Urs von Balthasar, Henri de Lubac. Y los clásicos científicos: Charles Darwin, Jacques Monod, Stephen Hawking, con quienes dialogó con amables argumentos.
Aclaro que Benedicto XVI sí fue un gran Papa. En parte, llegó a serlo por su gran capacidad de síntesis, la cual le dio una redacción clara de pensamientos complejos. Leer a Ratzinger es como escuchar a Mozart. Hay consecuencia entre un movimiento y otro. Hay direccionalidad, sentido y consistencia. Hay un telón de fondo, un tema agradable que se repite sin cansancio, y que hace que sea más fácil recordar lo leído. Cuando escribo, trato de seguir el estilo académico ratzingeriano: establecer una idea con claridad, darle pocas pero concisas vueltas con el comentario de alguna autoridad, y llevarla a conclusiones que se desprendan naturalmente de los argumentos expuestos. A veces introducir alguna anécdota, y cerrar puntualmente, con la confianza de que lo escrito es claro y asequible. El estilo ratzingeriano funciona no solo para la teología, sino también para los textos filosóficos, para las clases y las conversaciones.

de J. Ratzinger.
Me duele mucho la partida de Benedicto XVI. Me uno en oración por su eterno descanso y deseo que pudiera tener un lugar entre las grandes mentes doctorales del cristianismo, Deo Volente. Nunca pude conocerlo en persona. Me quedé con las ganas. Sin embargo, no hay palabras con las que yo pueda agradecer la formación intelectual, profesional y en la fe que me dio el encuentro con su trabajo y su
ejemplo personal.
Vielen Dank, Herr Doktor Joseph Alois Ratzinger, Paps Benedikt XVI!
Una mente brillante en un gran santo que como Papa y en el silencio sostuvo la Iglesia.
Sus últimas palabras lo dice todo, Jesús te amo.
Me gustó este breve artículo para entender la manera de argumentar de Ratzinger.